Nuestros apellidos nos unieron. Empezaban por las mismas letras, y eso hizo que en el cole siempre nos colocaran juntos. En los pupitres, en las colas para el comedor, en el recital de música de Navidad… incluso nuestros colgadores para el abrigo y el equipo de gimnasia eran contiguos.
De pequeño, muy frecuentemente, andaba constipado. Pero él no era como esos otros niños que se sorbían los mocos asquerosamente, sino que siempre tenía un Kleenex a mano para sonarse con dignidad. Uno ya sabía que podía contar con él en caso de presentarse una emergencia de mocos. Franc rebuscaría en el bolsillo de su bata a rayas blancas y azules y te daría, aunque fuera el último que le quedara, uno de esos Kleenex marca Tempo enfundados en una bolsita azul.
Una vez, en tercero o cuarto de EGB, la profesora nos mandó de deberes traer un refrán pensado de casa. Me acuerdo perfectamente del suyo: “El que tiene vergüenza no come ni almuerza”. Lo apuntó en la pizarra con su caligrafía zigzagueante y fue muy aplaudido por la profe. Me acuerdo también de una fiesta de cumpleaños en su casa, y de que su madre estaba embarazada de su hermana. De aquella velada guardo la imagen de unas zapatillas rojas de cuadros, no sé muy bien por qué, puede ser que sus padres le insistieran para que se las pusiera o algo así.
Bastantes años después, ya de adolescentes, una profe le dijo de pronto, con tono solemne y sin venir en absoluto a cuento: Franc, tu nombre significa franco y honesto, y esa frase se convirtió en una muletilla que repetíamos a menudo para dirigirnos a él. Eran las épocas en las que estábamos sentados en los pupitres de atrás de todo del aula, por la izquierda, junto con Karina y Mariano, las mismas en las que, un día, la profe de historia hizo revisión de mapas y nos pilló tratando de presentar el mapa de otro y, en vez de disimular, estallamos en un ataque de risa.
También me acuerdo de cuando compartimos ese primer porro de mi vida en el Turó Park, y nos pillaron los Mossos y se lo llevaron todo antes de que pudiéramos notar nada. Lo que nos llegamos a descojonar luego recordando la chulesca manera en cómo Christel se había dirigido al poli: “A ver, señor agente…” Menudos pringados estábamos hechos para fumar precisamente allí, entre los matorrales de ese parque lleno de madres pijas arrastrando carritos. Luego nos fuimos a la Telecogresca a ver a Celtas Cortos y fue muy divertido, pero mi madre se enfadó porque volví a casa mucho más tarde de lo que le había dicho.
Recuerdo también cuando fuimos al concierto de Ska-p y conocimos a una gente que trabajaba en su discográfica que nos explicaron que Pulpul, el cantante, tenía de verdad mucha conciencia social y que no era solo fachada como muchos insinuaban. Debían rondar la veintena larga o la treintena pero a nosotros nos parecían unos viejotes. Recuerdo comentar que A la mierda era la canción que más nos gustaba de ese nuevo disco, era tan triunfal. Y me acuerdo también de las clases de literatura en un aula muy pequeña en un pasillo, con una profe que un día nos hizo salir uno a uno a explicar un chiste, vete tú a saber por qué. Me acuerdo del que expliqué yo ( “Doctor, doctor, cada vez que me meto en la cama los pelos me hacen resbalar y acabo en el suelo” “Usted lo que necesita es un colchón poroso” “¡Y usted un colchón por hijo de puta!”) y también del que explicó Karina (uno muy bestia sobre poner una semillita en la flor de tu madre y luego meterla con la P*****) pero no del de Franc.
Y me acuerdo de cuando perdió su maleta en Italia con toda su ropa y durante mucho tiempo estuvo vistiendo chaquetas enormes de su padre y jerseys de cenefas de su abuela. Y de cuando llegaba la hora de irse a casa, a las 5, y hacíamos el idiota por la clase chillando chorradas y Karina, Mariano y él aprovechaban que me iba al lavabo para ponerme la silla sobre la mesa y partirse de risa al ver mi cara cuando volvía.
Luego nos distanciamos. El se juntó con otra gente y desapareció del mapa. Cuando volvimos a verlo, diez años después, me costó reconocerle. Había cambiado mucho. Había tenido problemas y quería recuperar nuestra amistad. Pero es difícil ponerse al día de lo que ha sucedido en diez años en una tarde cualquiera. Yo no supe hacerlo, tal vez no me esforcé lo suficiente. Y cuando murió, de un día para otro, me sentí como una puta mierda.
En su funeral vi a su madre y me acordé de la fiesta y de las zapatillas rojas de cuadros. Y comprobé como su hermano pequeño se parece mucho al Franc de las épocas del cole, con su misma voz algo afónica y sus ojos bondadosos. Y vi a su hermana pequeña, la que yo recordaba dentro de una barriga, convertida ya en una veinteañera. Me acordé de los pupitres y del refrán y de los colgadores. De nuestra infancia feliz y nuestra adolescencia de risas y conciertos y nuestros caminos que se distanciaron al hacernos adultos. Sonaron temazos versionados a lo clásico ─Imagine, Yesterday, Tears in Heaven, My way─ y me sentí tan triste que me dio miedo. Porque es terrible que alguien muera a los 29 años, porque es terrible perder de pronto a un hijo, a un hermano, a un amigo. Saqué de mi bolsillo el trozo de papel de cocina que, previsora, había cogido del trabajo por si necesitaba sonarme. Era rasposo e hizo que se me irritara la nariz. Me lo imaginé, entonces, rebuscando en su bata de rayas blancas y azules y alargándome uno de sus Kleenex Tempo. Muchas gracias amigo, le dije para mis adentros.
Hasta siempre Franc. Seguirás vivo en nuestro recuerdo. Si hay algo por allí arriba, guárdanos sitio a tu lado.