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Noches de Eurovisión

El festival de Eurovisión siempre ha sido un gran acontecimiento en mi casa. La cosa viene de familia. Mi padre explica la anécdota de cuando,  en el 71, vio el festival en Londres mano a mano con el matrimonio inglés que le hospedaba mientras sus amigos se iban de marcha.  Eso le granjeó burlas generalizadas, pero también la felicitación de sus ancianos arrendatarios por la buena posición en la que quedó Karina (segunda) con “En un mundo nuevo”. Años antes había visto a los Small Faces en esa misma ciudad, algo de lo que siempre presume, pero esa es otra historia.

En el 69, el año de Salomé, mi madre estaba en Andalucía de viaje de fin de PREU. Estaba preocupada porque quería ver el festival, así que buscó alianzas en sus compañeros de curso, que la apodaron “La Eurovisiva”. Un año antes había visto el festival en casa de unas amigas, y había llamado a mi abuela (que hasta entonces había sido su compañera de veladas eurovisivas) para celebrar el triunfo de Massiel.

Yo nací en el 84, y el primer recuerdo de una actuación que guardo es la del 88 con “Made in Spain”, de la Década Prodigiosa, grupo que conocía perfectamente porque mi hermana Julia tenía todas sus cassettes. Durante tiempo solo conocí los trozos de las canciones que aparecían en sus popurris, que inmediatamente ligaba con los de otras canciones como si de una sola se tratara. “Si yo tuviera una escoba, si yo tuviera una escoba, si yo tuviera una escoba, cuantas cosas barrería… no, no somos ni Romeo ni Julieta…”

Me acuerdo perfectamente de “Bailar Pegados” en el 91, gran temazo, y de Serafin Zubiri con “Todo esto es la música” al año siguiente. Eran celebraciones de langostinos, jamón del bueno y tostaditas con salmón en el comedor, todo un acontecimiento familiar que esperábamos con alegría.  Mi hermana Ana imprimía unas listas con los países, canciones e intérpretes que participaban, junto con un espacio en blanco para apuntar  datos de la actuación y así recordarla en el momento de las votaciones.  Apuntábamos cosas como:

Macedonia-“Life” ( Tose Proeski):  tito Robert de Upa Dance, vestido que le gusta a mamá, muy mala.

Croacia- “You are the only one” (Ivan Mikulic): buena, muy Eurovisión, el tío es economista.

Rusia-“Believe me” (Julia Savicheva): Avril Lavigne, muy mala.

O ya más recientemente:

Irlanda- “Waterline” (Jedward): Gemelos enloquecidos de los pelos, divertida y pegadiza.

Bélgica- “City Lights” (Blanche): Muy buena,  Beach House, “all alone in the danger zone”.

La ilusión con la que empezábamos la velada se iba esfumando a medida que las canciones que no nos gustaban nos ponían de malhumor. Lo temas  con más puntuación nunca coincidían con nuestras preferencias, lo que a menudo nos llevaba a despotricar y coger grandes berrinches. Aunque algunos años nos llevábamos alegrías, como cuando en el 97 ganó Inglaterra con Katrina & The Waves  y su “Love shine a light”, o como cuando lo hizo Suecia en el 99, con Charlotte Nilsson  y  “Take me to your heaven”. El año que ganó Dana International por Israel también quedamos bastante contentos, así como cuando lo hicieron Olsen Brothers por Dinamarca con “Fly on the wings of love”, que años después se convirtió en una canción maquinera.

Pasaron los años y tras numerosas burlas y comentarios despectivos de “Ah, ¿pero tú ves eso?» , llegó Operación Triunfo y de pronto todo el mundo veía Eurovisión.

“Europe’s living a celebration” nos pareció ridícula e infantil en un principio, pero luego le cogimos cariño.  No fue así con “Dime”, la canción que llevó Beth al año siguiente, que siempre nos pareció infumable.

Mis padres llevaban años diciendo “Esto es infame, este es el último año que lo vemos”, y a partir de mediados de 2000 cumplieron su promesa. Mis recuerdos eurovisivos de estos tiempos, por tanto, son limitados. Uno de ellos es de cuando estaba de erasmus en el 2006 y el festival coincidió con una visita de mi hermana Ana. En una fiesta unos extranjeros nos explicaron que Dinamarca había ganado con unos heavys raros. Eran Lordi y su “Hard Rock Aleluya”. También fue mi hermana quien, a través de una conversación de Messenger, me explicó el fenómeno Chikilicuatre en el 2008, que yo me había perdido porque vivía en Londres. Curiosamente, al año siguiente empecé a trabajar en la editorial de música que llevaba la canción del Chicki Chiki, y comprobé que el registro de la Sgae atribuye a la canción la friolera de ¡14 autores!, cada uno de los cuales cobra religiosamente su porcentaje de derechos de autor.

El registro de la Sgae del Chiki Chiki, con un total de  14 autores. Una broma de lo más rentable.

A partir de 2010 mi hermana Julia cogió el relevo de la tradición y nos convocó en su casa. Se introdujo una novedad: cada uno tenía que traer comida típica de un país, que los anfitriones aderezaban luego con banderitas personalizadas.

El año en que ganó Conchita Wurst unos vecinos dibujaron una barba en el cartel de bienvenida con el emblema de Eurovisión que Julia había colgado en la puerta. Ese año no quedamos contentos con el veredicto y dictaminamos que Conchita no habría ganado de no ser por su vello facial.

Comidas variadas que nos deleitan en nuestras veladas eurovisivas. El bol con contenido rosa es una sopa de Lituania, muy rica.

Pasan los años y las generaciones se suceden. Este año conducirá la gala Tony Aguilar, tras haberlo hecho durante tiempo con gran diligencia el recientemente fallecido José María Íñigo. Pero el locutor que siempre llevaré en la memoria será José Luis Uribarri, que condujo las galas de mi infancia y mi adolescencia, y que cada año nos dejaba boquiabiertos con sus predicciones que siempre se cumplían. ¿Nos dará Macedonia cinco puntos como hizo el año tal y cual, o se los dará a Rusia como hizo el año tal? ¿A quién le dará Suecia sus doce puntos? ¿Será a Reino Unido, a los que ya llevó a la victoria en el año tal, con la canción compuesta por el mismo que compuso el tema que encumbró a Grecia el año pasado?

No tengo nada en contra de Aguilar, pero no me gusta su elección para conducir el festival. Yo querría a alguien más carroza, alguien que hubiera vivido los años de esplendor eurovisivo: los de Abba, los de Cliff Richards, los de Mocedades. Alguien que no  pretenda vendernos la gala como algo que mola sino como un refugio de nostálgicos absurdos, una reunión de melómanos tozudos que no aprendemos, que no desfallecemos: que a pesar de la caspa y los tongos, a pesar de las canciones malísimas y los bailes absurdos, nos reuniremos este sábado para reír, despotricar, mirar atrás y adelante, y saciar nuestra hambre eterna de melodías y celebración.

Las únicas banderas en las que creo: las que saca mi hermana en las cenas de Eurovisión.

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