El O2 es un lugar enorme, con capacidad para 20.000 personas. La gran expectación, no exenta de cierto punto de fanatismo, se palpa ya en la salida del metro de North Greenwich: en las camisetas de los asistentes, en sus acentos extranjeros que dejan claro que el suyo no ha sido solo un viaje en metro, en las fotos y grandes alegrías frente a los murales en que aparece Paul, de camino hacia el recinto.
El concierto, anunciado a las 8, no empieza hasta pasada la media. Hasta entonces, un dj remezcla canciones de McCartney con más o menos acierto. El estadio se va llenando, los nervios crecen. Cuando las luces se apagan, los corazones laten con fuerza, y los aplausos reciben a un Paul sorprendentemente rejuvenecido, con corte de pelo modernete y camisa blanca por dentro de unos pantalones oscuros. It’s great to be back home!, dice. Arranca con 8 days a week, las filas de platea se levantan y no vuelven a sentarse en todo el concierto. En ese momento, en el asiento lateral elevado en las gradas en el que me hallo, deseo estar allí abajo, y bailar y desgañitarme junto con ellos. A medida que avanza el concierto, sin embargo y, especialmente, en las canciones más emocionantes, me alegro de encontrarme sentada y apartada del mogollón: sin móviles, sin chillidos, sin aspavientos, sin conversaciones que puedan estorbarme.
Sonaron un total de 39 canciones (24 de los Beatles, 6 de Wings y 9 de él en solitario), repartidas en 3 horas de concierto. Tiempo en el que cupieron tanto las sorpresas ─el debut de la electrónica Temporary Secretary, las poco escuchadas en directo Another Girl, Lovely Rita o All together now, o la aparición de un contentísimo Dave Grohl en el escenario para interpretar I saw her standing there ─ como los previsibles y anheladísimos momentos que sabíamos de antemano que íbamos a llevarnos a casa.
Y es que Paul McCartney sabe muy bien lo que su público quiere escuchar. Sabe que canciones como The long and winding road, I’ve just seen a face, We can work it out, Eleanor Rigby, Let it Be, Yesterday, Hey Jude o Blackbird nos ponen la piel de gallina, nos llenan con una emoción indescriptible que es a la vez felicidad y melancolía, que abruma y que aturde y te deja sin palabras.
Sabe que esas canciones convertidas en himnos son mucho más que canciones y mucho más que himnos: son pedazos de vida con su propia historia, retazos de la memoria colectiva de una época, pero también, de la memoria individual de cada uno de los asistentes. Sabe que cada una de las veinte mil personas allí congregadas tendrá su propia historia con esa canción ─recuerdos de viejos amores, o clases de inglés de la infancia, o trayectos familiares en coche, o lo que sea─ de la misma manera que él mismo, nuestro Macca, tendrá las suyas. There are so many memories that come to me when I play these songs that I am surprised that I don’t faint…, nos dice.
Algunas de esas memorias las comparte con nosotros: la de cuando Jimmy Hendrix tocó Sergeant Pepper’s tan solo dos días después de que saliera a la venta y pidió la ayuda de un huraño Eric Clapton para afinar la guitarra (antes Paul se había lanzado con un riff de Purple Haze, por cierto), la de cuando un ministro de defensa de Rusia le dijo que su canción favorita de los Beatles era Love me do, o la de cuando estaba un día en casa de George Harrison tonteando con el ukelele y se pusieron a tocar algunas de sus canciones.
Se arranca entonces a tocar Something con dicho instrumento, y cuando llega el momento del solo de guitarra, los que ya le habíamos visto emprender aquel homenaje en algún concierto anterior, contenemos la respiración. Porque sabemos lo que sucederá: aquella guitarra ondulante que fluye en la oscuridad del estadio inmenso abrirá paso a George en nuestro recuerdo arropado por la calidez de una de sus obras maestras, y nos pondremos un poco tristes, y le echaremos de menos.
Recuerdo entonces los comentarios irónicos que, días antes del concierto, había recibido por parte de varios amigos ─¿Qué, Eli, contenta de ir a ver a la señora Fletcher? ¡Dale recuerdos a la señora de mi parte! ─ y me río por dentro. Ya querrían todos esos, ya querría yo misma, conservarme así a su edad. Tener una décima parte de la vitalidad de esa “señora” que aguanta 3 horas seguidas cantando, haciendo bromas, tocando el bajo, la guitarra y el piano en un escenario, regalándoles el concierto de su vida a 20.000 personas. Seguir incansable tras haber vivido la más intensa de las vidas: haber sido adorado como un Dios, dado por muerto, conocido cada rincón del mundo. Seguir siendo feliz tras haber perdido medias naranjas y mejores amigos, seguir teniendo ganas de dar amor a aquellos desconocidos que le adoran de manera exaltada, irracional, a menudo, incluso peligrosa. Seguir sacando discos y componiendo canciones tras haber escrito ya algunas de las mejores canciones de la historia. ¿Cómo se supera eso? No es tarea fácil.
Yo hace tiempo que aprendí a separar el estante de los Beatles del estante en el que va todo lo demás. Esa distinción es la que me permite disfrutar de todo lo demás y, tal vez, esa distinción sea también la que permite a McCartney a seguir arriesgando y escribiendo para sacarse de la manga discos tan notables como su último New (tres de cuyas canciones ─Save us, New y Queenie Eye─ suenan durante la primera mitad del concierto).
La recta final se inaugura con Yesterday, avanza a grito pelado con Helter Skelter y acaba por todo lo alto con la sublime Golden Slumbers, enlazada con Carry that weight y, como no podía ser de otra manera, con The end. Acaba el concierto de la misma manera que lo hizo la última vez que le vimos: recordándonos que, al final, el amor que das es igual al amor que recibes y haciéndonos pensar que ese es precisamente el motivo de que le hayan ido tan bien las cosas.
Emprendemos la vuelta a casa agotados tras tantas emociones, con nuestras camisetas, nuestras canciones, nuestros recuerdos. Afuera, la multitud se agrupa en fila para coger el metro de vuelta. Cientos de rostros anónimos se adentran en la noche londinense, de vuelta hacia sus casas y hacia sus vidas: esas vidas sobre las que jamás sabremos nada y a las que, sin embargo, nos unirá la reconfortante alegría de saber que, por mucho que crezcamos, por mucho que se tuerzan las cosas, siempre podremos recurrir a los Beatles para volver a sentir, para volver a temblar.
Hola, me gustó mucho esta crónica. En actualidad estoy escribiendo una novela de ficción que tiene algunas escenas precisamente en este concierto. Y les hago la siguiente pregunta: ¿las entradas o tickets para el mismo, ya se podían comprar por internet o solo de manera presencial? Ojala puedan responderme.
Hola Jason, nosotros las compramos por internet, desde Barcelona. Suerte con esa novela!