Hace una semana me convertí en madre. Rompí aguas como en las películas: de golpe y sin contracciones previas. Nos preparamos para ir al hospital aparentando tranquilidad: aquí está la canastilla, aquí el camisón, no te dejes la mascarilla. La procesión iba por dentro. En el coche de camino al hospital sonaba La Habitación Roja, las calles estaban vacías, bajé la ventana y el aire de la noche me acarició la cara.
Tras un parto eterno me pusieron encima al bebé: mi bebé, mi hijo. Acababa de salir de dentro de mí y ahora ya estaba en el mundo. A las 3 y 20 de la madrugada del 6 de febrero del 2022. Le miré por primera vez: rojo por el esfuerzo, lloroso, asustado. Su respiración agitada sobre mi respiración agitada, su corazón disparado sobre el mío.
No quiero sonar cursi ni soltar topicazos que siempre he odiado, pero la sensación fue indescriptible. Se me encogió algo dentro, me sentí frágil e indefensa como él. Y a la vez me invadió un sentimiento poderoso que no había sentido hasta entonces. Un amor profundo que me llenó de buenos propósitos y ganas de enfrentarme al futuro, de verle crecer y hacerle feliz.
Dos días después, llegó el momento de volver al mundo real y regresar a casa. El coche arrancó y sonó la misma canción que había sonado de camino al hospital, cuando Jordi vivía en mi barriga. La misma estrofa en la que la habíamos dejado entonces. Todo era igual y todo era diferente. Habíamos salido de casa siendo dos, volvíamos siendo tres y nuestra vida había cambiado para siempre.
❤️¡Bienvenido, Jordi! ❤️