Su esposa había partido meses atrás, harta de clientes y reuniones, llevándose con ella los sueños de toda una vida. Derrotado, se sentó en un banco. Maltrataban su mente sórdidas ideas de vías de metro y sobredosis de pastillas. Así estuvo un largo rato, llorando encogido, cuando un arrebatador olor a hierba mojada acarició sus sentidos. Se incorporó y vio cómo un madrugador jardinero regaba el césped de una plaza cercana con alegre parsimonia. Respiró hondo y aquella fragancia inundó su interior de una fuerza purificadora que limpió su mirada. Bajo el sol pálido que empezaba a despuntar en el cielo, lenta y serenamente, sus miedos empezaron a parecerle más soportables, las personas más risueñas, la ciudad menos hostil.
Existía una razón científica para aquello, la había leído en una revista en uno de sus adormecidos viajes en el puente aéreo. El sol contribuía a la estimulación de los neurotransmisores cerebrales que controlaban el estado anímico. Sonrió con cinismo. Qué absurdo que sabiendo aquello se hubiera empeñado en vivir siempre a oscuras. Durante tiempo el sol no había sido más que un molesto reflejo en su ordenador a través de la ventana y, sin embargo, perdido en los destellos dorados que sus rayos proyectaban en la mañana, cayó entonces en la cuenta de la trascendencia de semejante afirmación. Por mucho que pudiera explicarse a base de neuronas y reacciones químicas, le pareció aquella una propiedad mágica, sobrecogedora.
Rompieron su ensueño las campanas de una iglesia y emprendió el camino de vuelta a casa. Con la mirada todavía vidriosa pero llena del verde inmenso de aquella hierba fina, su paso se vio afianzado con el recuerdo de las palabras en blanco y negro de una vieja heroína de película. Después de todo, mañana sería un nuevo día.
Excelente relato. Muy bueno como ficción, pero la realidad de hoy de nuestro país supera cualquier ficción.
Muchas gracias por tu comentario Alberto! Sí, desgraciadamente en estos tiempos que corren,las tristes historias de despidos están a la orden del día…