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Castillos de fuego

Para Ignacio Martínez de Pisón la vida late en los pequeños detalles. No solo en los históricos, que le permiten en su última novela “Castillos de Fuego” construir con precisión milimétrica la geografía del Madrid de la posguerra. También en los humanos, que maneja con maestría para retratar a los personajes que habitan sus historias. Este logro, de por sí complejo en cualquier novela, lo es más aún en una como esta: una obra coral que comprende varios años de la historia y por la que circulan un amplísimo abanico de hombres y mujeres de mil formas y colores. No hay espacio material (ni siquiera en las casi 700 páginas que tiene la novela) para iluminar sus personalidades con profundas disgresiones psicológicas, tampoco son necesarias. A Pisón le basta con una escena o un diálogo para crear imágenes de gran nitidez en la mente del lector, para capturar el alma y las vinculaciones emocionales de sus personajes en unas pocas líneas. 

Lo logra con su habitual elegancia estilística en la que cada palabra tiene su propósito. Armado con las herramientas del buen escritor y conocedor del alma humana, reforzadas en este caso con un dominio absoluto de las circunstancias sociales y políticas de la época, Pisón ha dado a luz  una novela mosaico que funciona tanto si se contempla al detalle, capítulo a capítulo, como de lejos como un todo armónico. De cerca, Pisón captura los destinos individuales de sus múltiples protagonistas, seres de carne y hueso que quieren a sus familias, que se enamoran, que se equivocan, que son mezquinos, que son generosos. De lejos, captura el destino colectivo de unos años sombríos que no deben ser olvidados. 

“Castillos de fuego” se estructura en cinco capítulos delimitados por cinco períodos históricos concretos y que abarcan desde noviembre del 39 hasta septiembre del 45. El primero arranca con el funeral de Primo de Rivera y acaba con la ocupación española de Tánger el mismo día en que las tropas alemanas entran en París. El segundo empieza con la partida de la División Azul y culmina con el ataque japonés a Pearl Harbour. El tercero comprende desde abril hasta octubre del 42, mientras que el cuarto nos hace avanzar hasta el 44, con el cierre de la cárcel de Porlier. El quinto y último capítulo tiene lugar entre febrero y septiembre del 45, en una Europa en la que cada vez se ve más clara la victoria aliada y en la que el régimen franquista se apresura en dinamitar sus antiguas alianzas. 

Entre el inicio y final de la novela transcurre la vida, hipotecada por la dictadura y la represión atroz, pero también por los totalitarismos de una oposición clandestina en la que se sofoca con brutalidad cualquier mínima desviación de la norma. Pisón se aparta de maniqueísmos y posa en sus personajes una mirada que es como la llama oscilante de una vela: que los descubre envueltos de claridad un segundo y de sombras al siguiente, que los convierte en seres dignos de compasión y desprecio al mismo tiempo. 

Y en los pequeños detalles —en el libro sobre insectos que lee con devoción el profesor universitario víctima de la depuración franquista, el pañuelito ridículo con la que un comunista implacable se protege del sol, en las pantuflas de borrego con las que el  “camisa vieja” falangista le da un respiro a sus pies maltratados tras un picnic en la montaña— late lo absurdo de la existencia, en la que lo cómico se mezcla con lo trágico, en la que en la oscuridad más profunda hay también lugar para el resquicio de luz que se cuela desde la lejanía.

 “Castillos de fuego” es una novela redonda de cuya lectura se sale más sabio y más empático.  

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