El plato fuerte de la jornada del viernes vino de la mano de M. Ward. Acompañado de una banda de muy buenos músicos de cierta edad (un batería, un guitarrista acústico que le iba dando también a un bombo de batería y un bajista), el norteamericano nos ofreció un conciertazo en el que el rock’n’roll fue el principal protagonista.
Tras él le tocó el turno al indiscutible talento de Rufus Wainwright. Aparece con su dulce sonrisa y con, eso sí, unos pantalones espantosos, y se disculpa de antemano por tener la voz un poco cascada aquella noche. ¡No te preocupes, Ruffus!
El blues arrastrado y denso de los canadienses Timber Timbre llega después. Un vozarrón grave y dos marcadas guitarras perfilan canciones llenas de matices que, si en un principio suenan sobrecogedoras, a medida que avanza el concierto llegan a rozar peligrosamente el sopor. Un grupo sugestivo, sin duda, pero tal vez más apropiado para llenar con su misteriosa atmósfera una sala pequeña que para perderse en la inevitable dispersión de un festival veraniego.
Cambio radical luego con Cheatahs, unos niños con bermudas que rasgan guitarras con rabia y nos envuelven en una bola de sonido encrespado y feroz bajo el que se adivinan buenas melodías. Un caos de lo más apetecible.
Tras ellos, Mishima se apropian del festival. Combinando canciones de su último disco con grandes temazos de su discografía anterior, el público se entrega a los brazos de Carabén y sus secuaces que, a ratos acompañados por violines y trompetas, demuestran una vez más su buena salud en el escenario. Bises, grandes canturreos y sonrisas de oreja a oreja en un muy notable concierto que contó con dedicatorias al público (en forma de esa preciosa nueva canción titulada El corredor) e incluso un guiño final a Gun’s ‘n’roses.
El trío norteamericano salió al atardecer y nos llevó hasta la noche con un repertorio en el que, si bien predominó su lado más noise, también hubo espacio para la tranquilidad ensoñada de su último disco y para, por supuesto, los muchos matices de los que se sirven sus canciones para llevarle a uno de la rabia a la melancolía en cuestión de segundos. Polifacéticos e inquietos como siempre, fueron circulando por el escenario cambiándose los instrumentos, alternando las voces principales y haciendo gala de esa versatilidad marca de la casa que les ha convertido en grupo de culto y referente indiscutible del INDIE en mayúsculas. La única pega del concierto fue que los coros de Georgia cuando estaba a la batería no se oían en según qué momentos. Aun así, una gran actuación que culminó con el entrañable gesto de Ira Kaplan de bajarse del escenario para regalarle una baqueta a un fan que se la había pedido al principio del concierto.
Tras el petardeo cachondo aunque demasiado desafinado de Hidrogenesse, llega el que para muchos es el momento cumbre del festival: la actuación de Lana del Rey. La locura se desata, los focos brillan en la noche y entre gritos y gran expectación surge ella descalza y con un vaporoso vestido verde. Tras haber escuchado su último disco Ultraviolence, mucho más denso que sus anteriores, ya estaba preparada para una buena dosis de languidez y arrastrados susurros.
Aun así, me choca ese exagerado esfuerzo por escudarse tras su pose de muñeca herida y etérea que marcó cada segundo de su directo. Una estrella de su calibre, con semejante vozarrón y repertorio, bien podría permitirse el lujo de ser algo más espontánea y disfrutar de su actuación. Gajes de ser una diva, supongo. Así, esos nuevos temas más oscuros van intercalándose con hits del pasado, desalentadas caladas de cigarrillo y posturitas, muchas posturitas. Toda la sangre que no pone ella la ponen sus fans que, amontonados en las primeras filas, se desgañitan en risas y lloros que rozan la histeria cuando, con admirable paciencia, su musa baja a firmarles autógrafos y hacerse fotos con cada uno de ellos. Su actuación termina con dos temazos: Videogames y National Anthem y, extasiados, muchos de sus fans se marchan del festival cuando lo hace ella.
Nosotros nos quedamos todavía un rato más, disfrutando del contagioso garaje de tintes surferos de The Parrots, y los bailables porrazos de batería de los portugueses Paus.
La noche iluminada por farolillos avanza en el Bosc Encantat y sus inmediaciones y, tras los djs, llega el momento de volver a casa. Y así lo hacemos, con las cabezas algo aturdidas pero el alma llena de buenos deseos, los mismos que el líder de Mishima había proclamado con alegría en su actuación la noche anterior: Llarga vida al Vida!