Era la noche de fin de año y la familia Rodríguez comía langostinos y canapés de salmón.

—Esta todo buenísimo mamá— dijo Clara, la hija mayor.

—Gracias, puedes llevarte lo que sobre, así Edu podrá probarlo. Qué lástima que se haya puesto enfermo justo hoy.

Clara sintió como se le humedecía la mirada. No, Edu no lo probaría porque tras dos meses de matrimonio se había dado cuenta de que no le gustaba la vida de casado y se había largado de casa.

—Gracias, le encantará.

—Por cierto, Santi— dijo Eva dirigiéndose a su hermano pequeño—. Ayer me encontré con tu amigo Gerard. Está muy guapo,  Sandra me pidió que se lo presentara.

Santi forzó una sonrisa y sintió como le daba un vuelco el corazón. Era un hipócrita, tenía que explicárselo de una vez. ¿Pero qué iba a decirles? Gerard nunca se va a fijar en ella, a él le gustan los hombres, como a mí, ¡qué cosas! ¿Me pasas el pan?  Decidió cambiar de tema.

—¿Qué harás luego, te irás de fiesta?

—Vendrá Víctor a recogerme en coche e iremos al local de un amigo— mintió.

En realidad se irían directos a casa, porque al día siguiente tenía que servir desayunos a extranjeros resacosos en el hotel en el que acababan de contratarla. Sus padres todavía no sabían que la habían despedido de su último trabajo así que no tenía demasiado sentido explicarles aquello.

—Hay muchos borrachos sueltos— dijo el padre preocupado—. ¿No sería mejor que fuerais en transporte público?

Al acabar de cenar, se sentaron frente a la televisión y en silencio, formularon un deseo.

El señor Rodríguez no pudo seguir el ritmo de las campanadas y seguía comiendo las uvas tranquilamente una vez tocadas las doce. Cada año la misma broma.

—¡Pero papá, la gracia está en comérselas a tiempo!

—Yo voy a mi ritmo— contestó con una sonrisa resignada.

Todos soltaron una carcajada y por unos segundos se sintieron arropados y cercanos como en los viejos tiempos. Luego salieron a la calle y continuaron con sus vidas.