Ayer vivimos una rockera noche de lunes en Barcelona de la mano de los hermanos Doherty. Si bien era el siempre controvertido Peter el protagonista indiscutible de la velada, su hermana mayor Amy Jo (profesora de inglés residente en Madrid que fue, por cierto, la responsable de que Carl Barat y su hermano se conocieran y, en este sentido, de la formación de The Libertines) y su grupo The Ezra Beats despertaron también considerable expectación.
Amy Jo Doherty |
Resultaron ser un trío de lo más simpático formado por batería y dos guitarras acústicas, que con sus melodías frescas y sencillas ─aderezadas al ritmo de unas botellas de batido recicladas a modo de maracas que repartieron animadamente entre el público─ nos hicieron pasar un muy buen rato. Rock acústico a dos voces, tan primitivo como auténtico, con desparpajo y feliz tendencia al canturreo contagioso con el que me dieron una muy buena primera impresión.
Unos pocos minutos más tarde de lo previsto y ante un público considerablemente joven ─ chicos y chicas que en su mayoría no parecían superar la veintena─ aparece Peter Doherty con una guitarra y, siguiendo el formato intimista y acústico de su disco en solitario Grace / Wastelands, arranca con Can’t stand me now, uno de los temas más míticos y geniales de Libertines que narra, precisamente, la turbulenta relación entre Barat y Doherty que acabaría desembocando en la final disolución del grupo.
Y es que supongo que se lo ha ganado a pulso y que está ya muy visto decir esto, pero de verdad que estoy muy harta de que a Peter Doherty se le conozca más por sus excesos que por sus canciones. Y no lo digo por los periodistas sensacionalistas que lo machacan ni por el ciudadano corriente al que se le obliga a conocer sus trapicheos con camellos y supermodelos, sino por parte del público mismo que se amontonaba ayer en la sala Apolo y parecía estar deseando encontrarse con alguien lo más pasado de vueltas posible. Tengo en mente mientras escribo estas líneas a unos adolescentes que estaban a mi lado y que aplaudían y celebraban con genuino entusiasmo cada vez que Doherty pegaba un trago de lo que fuera y que luego ni siquiera reconocían sus canciones más emblemáticas. (Uno de ellos incluso llegó a exclamar con los ojos brillantes de excitación: ¡Es un porro! ¡Se esta fumando un porro! No lo era, pero si lo hubiera sido, ¿por qué te hace eso tan feliz?, me habría gustado preguntarle). Por supuesto y afortunadamente, no toda la audiencia era así. Muchos otros sí parecían valorarle por el talento que se esconde tras la parafernalia mediática ─ de la que, todo hay que decirlo, Doherty es probablemente el primero en beneficiarse─ y de verdad se emocionaban cuando entonó maravillas como Don’t look back into the sun, Music when the lights go out, The Delaney, What Katie did o The good old days, una de mis favoritas, con la romántica declaración de principios de su memorable estribillo: “If you’ve lost your faith in love and music the end won’t be long”.
Entre canción y canción Doherty lanza latas de cerveza al público, recibe cartas, declaraciones, cigarrillos e incluso un libro del que chapurrea incomprensibles frases en español, con una amabilidad atolondrada que me habría resultado entrañable de no haber tenido a aquellos adolescentes carcajeando cada una de sus gracias.
Suenan también Unbilotitled y The lost art for murder, de Babyshambles, con esa imposible combinación de cruda delicadeza que las hace tan especiales, así como Lady don’t fall backwards, Sheepskin tearaway, Salome, o su último single The last of the English roses, de su disco en solitario. Tras Delivery, llega el turno del himno encrespado que es Fuck Forever, triunfal y provocador a partes iguales. Y para acabar, Albion, su ensoñado y melancólico homenaje al país bajo cuyos cielos negros y azules decidió coger una guitarra y cantarle a la vida…
Antes de marchar saca una botella de algo y tras darle un trago se la pasa a las primeras filas instándoles a que le den un sorbo y la compartan con las demás. Lo que a mí me parece un gesto cómico y espontáneo, para muchos otros no es más que otra excusa para sonreír entre dientes y aplaudirle por desfasado y borrachuzo. En fin, que cada uno le aplauda por lo que quiera. Yo me quedo con sus melodías y su caótica poesía que sí crean adicción pero no dan resaca alguna.