El fetichismo me obligaba a ir a ver al hijo de John Lennon en su paso por Barcelona tras ocho años de silencio. Sin embargo voy a verle algo escéptica, habiendo escuchado su album sólo por encima y sintiendo cierto recelo hacia este americano multimillonario al que su apellido le permite cobrar 25 euros por entrada sin ser su música nada conocida. Al fin y al cabo, me digo, su padre murió cuando él tenía apenas 5 años así que ha estado toda su vida bajo la influencia de Yoko, de la que no soy gran fan.
Pero cuando sale al escenario, cigarrillo en mano, y se presenta: “my name is Sean”, tengo que reconocer que me emociono. El parecido es innegable, su cara redonda, su peculiar nariz y sobre todo, su voz, esa voz aterciopelada del genio de Liverpool, más aguda, eso sí, chapurreando alguna palabra en español y piropeando nuestra ciudad. ”Sois muy afortunados en vivir en esta ciudad de chicas guapas, buen tiempo y jamón”, nos dice.
Se pone a cantar y yo me quedo pasmada ante la versión japonesa de John y me dejo arropar por sus dulces melodías y melancólicas guitarras. Uno a uno va interpretando los temas de su segundo disco Friendly fire entre ellos los primeros singles Deadmeat y Parachutes, delicadas piezas de temática oscura y deprimente aunque de bellas y pegadizas melodías. Sean nos canta sobre la muerte y el desengaño y cada una de sus composiciones desprende una tristeza que me sorprende. Lo entiendo todo cuando leo que su último disco refleja el dolor por la traumática experiencia que vivió recientemente, la de perder a su mejor amigo en un accidente de tráfico poco después de haberle sorprendido teniendo un affaire con su novia.
Se trata de una amargura dulcemente expresada, acordes sencillos y acompañamientos nostálgicos que, en la mayoría de las ocasiones, se conjugan para crear composiciones de gran belleza. Sin embargo, hay momentos en los que da la impresión de que Sean se regodea en su tristeza y cae a ratos en la monotonía y la languidez. Es por eso que me alegro cuando sustituye la guitarra acústica por la eléctrica y nos toca sus temas más rockeros y energéticos. Entre las composiciones de esta segunda parte del concierto cabe destacar Mystery juice un single de su primer álbum del que medio en cachondeo medio en serio aseguró que“sólo gustó a gente inteligente” y la versión del Would I be the one de Marc Bolan, con distorsiones y resonancias que desembocaron en un final exageradamente largo. Sean interactúa con el público y se muestra amable y bromista. Un momento algo violento tiene lugar cuando alguien entre el público empieza a pedirle canciones de los Beatles, a lo que él, tal vez absolutamente acostumbrado a estas absurdas peticiones, sale del paso con agilidad diciendo “lo siento por el que pide canciones de los Beatles pero está en el show equivocado” “Yo sólo hago versiones de Black Sabbath” bromea luego, aludiendo al amago que había hecho antes de interpretar una canción de dicha formación.
Tras aproximadamente una hora y cuarto de concierto, Sean se despide afectúosamente y me deja extraña y melancólica, demasiado melancólica para tratarse de un viernes por la noche. Sin embargo, me sorprendo con ganas de ponerme el disco una y otra vez y familiarizarme con cada una de sus canciones. Mientras salgo del Razzmatazz me regodeo, como Sean, con la oscuridad y el frío de la noche y deseo que no tengan que pasar otros ocho años hasta que escuchemos algo nuevo de él.