Libros

Panza de burro

Se llama panza de burro a las nubes blancas que en determinadas regiones cubren los cielos del verano canario. Una bóveda grisácea que impide el paso del sol y que actúa como penumbroso marco en el que se desarrollan las andanzas de la protagonista de esta novela. La narradora no tiene más nombre que el feo apodo con el que la bautiza su mejor amiga Isora, a la que idolatra con la devoción desesperada del que se siente perdido y triste. Y es que las perspectivas que le ofrecen las vacaciones estivales no son demasiado alentadoras. Con su madre y padre trabajando de sol a sol en los hoteles de guiris del sur, encerrada bajo el cielo encapotado del humilde rincón del monte tinerfeño en el que vive, nuestra protagonista sueña con ir a la playa como las otras niñas. Con eso y con Isora, a la que admira por ser todo lo que no es ella: por no tener miedo, por atreverse a probar siempre un fisquito de todo lo que le ofrece la vida.

Era verla allá, al final de la carretera (…) y me golpeaba una alegría intensa. Como meterse en el mar después de muchos años.

Si la panza de burro es la metáfora de la sombría opresión de ese pueblo que constituye todo su mundo, la playa lo es de la vida luminosa que se extiende más allá. Esa otra vida de chapoteos y paseos en la arena, enmarcada en esa misma realidad de abundancia de las casas rurales que su madre tiene que limpiar de vez en cuando. Esas casas que le gustan porque son bonitas, pero que a la vez no le gustan, porque entre ellas y yo había como una pared enorme de papel transparente de cocina, papel fil, que no me dejaba participar de las mejores cosas. Esa realidad protagonizada por gentes con rostros diferentes a la gente de su barrio, que tienen la cara como de tronco de pino quemado, toda cuarteada y morena.

Todo y más se ha dicho de esta estupenda novela, la primera de la joven Andrea Abreu (1995, Icod de los vinos). De ese pulso narrativo que es como una especie de cazamariposas que atrapa palabras al vuelo, que teje un universo desconcertante (a mí hasta me molestó en un principio) pero profundamente evocador una vez te atrapa. De su capacidad de ir de lo local a lo universal y reflejar, a través de la mirada inocente de una niña miedosa, pedazos de existencia que invitan a la reflexión. Algunos de ellos: Los brutales chillidos de esa abuela implacable que amenaza con la chola, los juegos con muñecas que patean el culo a sus empleados, esos Ken que eran brutos y morenos, y esas Barbies que eran flacas, muy flacas, más flacas. Esa traumática iniciación al sexo a la que en ningún momento se le llama por su nombre, que ni siquiera se narra como algo fuera de lo normal. Ese entrañable Juanita Banana, el amigo con pluma al que le arrean con el cinturón por jugar con muñecas y al que amenazan con enviar a trabajar el campo ya de tan pequeño. Me lo imaginaba ya de viejo, con la cabeza calva por el centro (…) Él mayor con los tomates en las manos y los otros hombres llamándolo Juanita Banana esto, Juanita Banana lo otro, y a él triste, triste y acordándose de cuando era chico y jugaba con nosotras a las barbis y a los ken (…)

Abreu demuestra que la buena literatura puede ser barriobajera y que lo mundano, lo sucio y lo bruto puede ser hermoso si se retrata con sensibilidad. Una gran novela.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio