Orlando, la sexta novela de Virginia Woolf, es una creación rompedora e inclasificable. Concebida como una biografía fantástica de la escritora Vita Sackville-West, amiga y examante de la autora, Woolf la concibió como un divertimento literario que vio la luz en lo que ella llamó unas vacaciones de escribir. Con un tono de exagerada pomposidad con el que se mofa de las grandilocuentes y artificiosas biografías de la época, Woolf nos adentra en las andanzas de su protagonista a lo largo de cinco siglos.
Desde su juventud en la corte de la reina Isabel I hasta 1928, año en el que concluye (y vio la luz) esta singular historia, acompañamos a Orlando en sus peripecias vitales: su apasionado romance con una princesa rusa en los níveos parajes del invierno más gélido de la historia, su carrera diplomática en Constantinopla, su reconversión nómada en un clan gitano y posterior aburguesamiento en compañía de ilustrados (y no tan ilustrados) personajes, su matrimonio con un noble marino bajo los cielos grises del prejuicioso e industrializado Londres victoriano.
Pero no es la trama lo que más interesa en esta biografía-antibiografía, sino las reflexiones que la autora teje en torno a cada uno de estos episodios, que le sirven como excusa para dar rienda suelta a su humor inteligente y sus mordaces puntos de vista acerca de temas tan diversos como la literatura, el amor, el matrimonio, la política, la propiedad, el subconsciente y, muy especialmente, los roles de género. Porque en el ecuador de sus páginas tiene lugar un sorprendente evento: Orlando cae en un profundo letargo y despierta reconvertido/a en mujer. La belleza de su rostro y la admiración que despiertan sus piernas es la misma, también el corazón y la sangre que palpita en sus venas, pero ahora las incómodas faldas se le enredan en las piernas y le obligan a depender de un marinero para sobrevivir en caso de caer por la borda. Ahora ha de andar perfumada, exquisitamente ataviada y ser pura año tras año. Ahora tiene que resignarse a que sus ambiciones literarias se vean sistemáticamente ninguneadas, ya que una mujer sabe muy bien que, por más que un hombre de ingenio le envíe sus poemas, alabe su juicio, solicite su opinión y se beba su té, eso no significa en modo alguno que respete sus opiniones. Y tendrá que enfrentarse también a problemas más prácticos, como la necesidad de incurrir en costosos litigios para recuperar sus propiedades, cuya herencia le es negada por su condición sexual (tal y como le sucedió a Vita con la hacienda familiar).
Por mucho que sea Vita /Orlando la retratada, se adivinan aspectos de la propia Virginia entre las páginas de este libro (o al menos así nos lo ha parecido a la familia de @lecturasenlatribu, inmejorable entorno en el que descubrir y comentar el universo Woolf). En esos accesos de melancolía en los que se asomaba a las aguas congeladas y pensaba en la muerte, tal vez también en los vaivenes emocionales de su proceso de creación: Cualquiera que esté medianamente familiarizado con los rigores de la composición no necesitará que se le refiera la historia en detalle: cómo escribía y le parecía bueno; leía y le parecía ruin; corregía y rompía; quitaba; ponía; se sentía en éxtasis; se desesperaba; tenía sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapaba ideas y las perdía; veía su libro delante con toda claridad y se esfumaba (…). En el descubrimiento de la necesidad de autoafirmación e independencia artística: de hoy en adelante escribiré para darme gusto a mí. Y, probablemente, también en esa rompedora concepción fluida del género: El atuendo no es otra cosa que un símbolo de algo escondido muy dentro. Fue una transformación en el interior de la misma Orlando lo que determinó que eligiera el atuendo de mujer y el sexo de mujer (…) Por diversos que sean los sexos, se entremezclan. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro.
Hay episodios abiertamente divertidos, con personajes ridículos y memorables como el poeta Greene o la archiduquesa Enriqueta Griselda, esa mujer con cara de cinco palmos de largo y ojos saltones (que a algunas nos hizo pensar en la propia Woolf pero que parece ser que está basado en un pretendiente de Vita).
Otros que invitan a la reflexión, exhibicionistas despliegues de ingenio y lucidez narrados con un tono de rechifla que divierte y desconcierta. (además de las ya mencionadas, me quedo con esa reflexión sobre la riqueza en forma de simplísimo diálogo: Cuatrocientos setenta y seis dormitorios no significan nada para ellos, suspiraba Orlando. Prefiere una puesta de sol a un hato de cabras, decían los gitanos; con ese apunte sobre la sociedad: Los invitados creían ser felices, creían ser ingeniosos, creían ser profundos, y puesto que ellos lo creían, otras personas lo creían aún con mayor firmeza; y con esas consideraciones sobre el matrimonio: Estaba casada, cierto; pero si tu marido se pasaba la vida doblando el Cabo de Hornos, ¿eso era matrimonio? Si te gustaba tu marido, ¿eso era matrimonio? Si te gustaban otras personas, ¿eso era matrimonio? Y, finalmente, si seguías queriendo, más que ninguna otra cosa en el mundo, escribir poesía, ¿eso era matrimonio?.
La lectura se hace más inaccesible a medida que se acerca el final, especialmente en ese último desconcertante capítulo. Resulta difícil descifrar esos pasajes, tal vez porque se adentran demasiado en (…) el fondo de su cerebro (que es la parte más escondida), en un estanque donde habitan las cosas en una oscuridad tan profunda que apenas sabemos lo que son. (…) incluso hay quien dice que todas nuestras pasiones más violentas, y el arte, y la religión, son los reflejos que vemos en la oquedad negra del fondo de la cabeza, cuando el mundo visible se oscurece temporalmente.
De lo que no hay duda es de que Orlando es una obra única, transgresora, muy adelantada a su tiempo. Si Virginia escribió esto estando de vacaciones de escribir, ¿qué escribiría en el ejercicio de su profesión? Afortunadamente, disponemos de su extensa obra para comprobarlo.
Gracias por la reseña! Queda anotado como próxima lectura.
Gracias a ti por pasarte, Nanda!