El primer capítulo de La Bajamar me dejó tan absolutamente devastada que no quise continuar. Cogí otro libro mientras meditaba si le daba, o no, otra oportunidad. No dudaba de su calidad literaria, evidente desde las primeras líneas, sino del efecto que en mí tendría su lectura. Estaba de vacaciones y mis planes de descanso y disfrute no casaban bien con aquellas páginas encalladas en mi estómago.
Afortunadamente me atreví a seguir. Y permití que Aroa Moreno Durán me descubriera las heridas y los secretos de tres generaciones de mujeres que se reencuentran en un hogar lleno de recuerdos. Ruth, la abuela, fue embarcada de niña en un transatlántico a lo desconocido, huyendo del hambre y la guerra. Adriana, la madre, envolvió a su hija en silencio para alejarla de la violencia, en unos tiempos en los que “había oscuridad en el aire aunque saliera el sol”. Adirane, la nieta, huye de otro tipo de violencia. La suya es una violencia ejercida desde su interior, desde los recovecos más oscuros de su mente, una violencia cimentada en el trauma, exacerbada por el estrés y la falta de sueño, y convertida en arma letal a manos del miedo: el miedo atroz a no estar a la altura, o sencillamente no estar, que le provoca la maternidad.
A pesar de su dureza, ha sido un placer sumergirme en las vidas de estas tres mujeres que luchan, se hieren, se quieren, se recriminan, se perdonan, se curan o lo intentan. La prosa de la autora es precisa, preciosa, brutal. A veces acaricia y a veces abofetea, te arrastra, te empapa, brilla entre sus sombras como el mar bajo la mirada de la luna. Una novela que se disfruta a pesar de doler, una novela que deja huella. Y una autora a la que seguir muy de cerca.