Aplaudida desde su publicación en 1951, rodeada de un aura de misterio y malditismo, El guardián entre el centeno es una novela clave de la literatura contemporánea norteamericana. Su protagonista Holden Caulfield dio lugar al arquetipo literario del adolescente desencantado y cautivó a millones de lectores con un furor que acabó pesándole demasiado a su autor, que se recluyó en su casa y no publicó mucho más hasta su muerte.
La premisa: un joven al que acaban de expulsar del colegio trata de llenar su vacío existencial visitando Nueva York antes de regresar a su casa. Escrito en primera persona con un estilo cercano y muy particular, Salinger nos regala uno de esos personajes que saltan del papel y se quedan en la memoria del lector para siempre. No todo el mundo opina lo mismo: probablemente como reacción a su gran éxito y su estatus de novela de culto, existe también mucho paternalismo en torno a esta obra. Mucho erudito (y no tan erudito) que se rasga las vestiduras ante la consagración de una “novelita” de tan rápida lectura y sencillas formas. Que si es una lectura adolescente, que si identificarse con Holden pasada cierta edad es patético… Tal vez porque yo la descubrí de adulta, no comparto en absoluto este punto de vista. Para mí El guardián entre el centeno es mucho más que un berrinche juvenil, es una lectura profunda que reflexiona sobre temas universales como la soledad, el duelo, el aislamiento, la tristeza. Todo ello con mucho humor y una maravillosa simplicidad. Es el paradigma del triunfo de la palabra escrita, que sin trucos ni parafernalias consigue hilvanar un lenguaje único, una voz potentísima, un personaje tan complejo y contradictorio como cualquier humano, solo que mucho más interesante.
Holden es un cenizo que a la vez es divertido y ocurrente. Un desquiciado que va soltando reflexiones de lo más lúcidas. Está amargado y al mismo tiempo es sensible, empático, entrañable. Un tipo desengañado con el mundo que sin embargo es capaz de ver la belleza de según qué cosas: la inocencia de la infancia, las gentes genuinas, los patos del lago de Central Park. ¿Cómo se consigue hacer creíble a un personaje con atributos tan opuestos? ¿Cómo es posible esa poderosa conexión emocional del lector con un tipo deprimido, mentiroso y desequilibrado? Tal vez porque Holden es reflejo de las luces y sombras de cada uno. Porque a pesar de sus penumbras, alberga también buenos sentimientos. Y eso lo va adivinando el lector a través de sus cómicas anécdotas. No le importe suspenderme, porque de todos modos van a catearme en todo menos en lengua, le dice a su profesor, preocupado de que se entristezca por tener que suspenderle. El comportamiento que tiene con su compañero de colegio Ackley es otro ejemplo de ello. Ackley es un tipo resentido y desagradable que va por allí con los dientes sucios petándose los granos y cortándose las uñas. Pues bien, Holden le incluye en sus planes porque le sabe mal que siempre esté solo los sábados por la noche. O el de cuando su compañero de habitación esconde su maleta de mala calidad bajo la cama porque se avergüenza de ella y él hace lo propio con la suya para normalizar su actitud. Le sale el tiro por la culata: el compañero coloca en su sitio la maleta cara de Holden con la esperanza de que la gente la confunda con la suya, lo que le sirve a nuestro antihéroe para soltar una de sus lúcidas perlas:
Lo cierto es que resulta muy difícil compartir la habitación con un tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo natural sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importaran un rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta que sí importa. Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón como Stradlater que al menos tenía unas maletas tan caras como las mías.
Holden hace reír pero también encoge el corazón del lector en ocasiones. Como cuando recuerda a su hermano fallecido. A veces en la mesa se ponía a pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba para caerse de la silla. O cuando reivindica su derecho a seguir queriéndole a pesar de estar muerto. Ya lo sé que está muerto. ¿Te crees que no lo sé? Pero puedo quererle, ¿no? No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se haya muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo.
Con frecuencia consigue las dos cosas: te hace reír mientras te encoge el corazón. Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé (…) haciéndole al dependiente todo tipo de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los patines que no eran (…) pero aun así me dio lástima. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.
Pero no tiene sentido que siga citando frases sacadas de contexto: hay que leer la novela para comprender el poder de los sentimientos que despierta. Los que conocían a Salinger decían que había mucho de él en Holden, por mucho que él se encargara de negarlo categóricamente cuando el inadaptado de turno le abordaba por la calle. En vista a cómo escogió el autor lidiar con su vida, sí parece evidente que Holden pensaba como Salinger en ciertos aspectos, como por ejemplo, la vida en comunidad.
Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si quisieran decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar (…) Me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida.
Lo que está claro es que a Holden le habría gustado la novela de la que es protagonista: Los libros que de verdad me gustan son esos que, cuando acabas de leerlos, piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No podemos llamar a J.D Salinger por teléfono, pero sí podemos recurrir a Holden siempre que queramos. Allí estará para el resto de nuestros días, caminando con el ceño fruncido por las páginas de esta novela inmortal.