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Creatividad en cadena

Cuando la inspiración ajena se convierte en fuente de inspiración.

La inspiración, esa chispa que enciende en el artista la necesidad de expresar, imprescindible en todo proceso de creación, ¿de dónde sale? A menudo, las experiencias vividas son las semillas que la creación convertirá en arte, aunque, en ocasiones la inspiración se alimenta de manifestaciones artísticas ya existentes que no necesariamente tienen que pertenecer a la misma disciplina. Música que inspira literatura, literatura que inspira cine, cine que inspira pintura… Las posibles combinaciones son tan numerosas como el tapiz de emociones que traerán consigo, abriendo la veda a nuevas manifestaciones artísticas que, a su vez, inspirarán otras que habrán de llegar.

Un ejemplo curioso, uno de tantos, de esta retroalimentación artística es la del compositor alemán Richard Wagner, que encontró en los grandes genios literarios del Siglo de Oro español (especialmente Calderón, Cervantes y Lope) una fuente de inspiración para algunos de sus grandes dramas operísticos. Con su ciclo de cuatro óperas llamado El anillo de los Nibelungos (basado, a su vez, en un cantar germano del siglo VII) plantó las semillas de la famosa trilogía de Tolkien. Led Zeppelin se inspiraría en el universo Tolkien para escribir su canción Ramble on, unos treinta años antes de que Hollywood lo plasmara en sus superproducciones taquilleras.

En el ámbito de la ópera, son muchas las piezas basadas en obras literarias. Debussy se inspiró en parte de la Divina comedia para su Peleas y Melisande. Verdi lo hizo en la Dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo para su Traviata. Y Otello o Macbeth no habrían existido de no haberles dado vida Shakespeare años atrás. El dramaturgo inglés se lleva la palma en cuanto a adaptaciones de sus obras. A las ya mencionadas, cabría añadir la ópera La tempestad de Henry Purcell, el ballet Romeo y Julieta de Prokófiev, y un largo etcétera. Mención aparte merecerían las películas basadas en su legado que, con mayor o menor acierto, han llevado sus historias a la gran pantalla durante generaciones.

Esta feliz asociación entre música y literatura va más allá de géneros y épocas. De la misma manera que el poema sinfónico de Strauss Así habló Zaratustra debe su razón de ser a Nietzsche, canciones como White Rabbit de Jefferson Airplane, Killing an Arab de The Cure o Karma Police de Radiohead se deben a Lewis Carol, Albert Camus y George Orwell, respectivamente.

¿Funciona esta simbiosis de manera inversa? ¿Existen obras literarias que beben directamente de la música? Por supuesto. Tolstoi no habría narrado su historia de celos como lo hizo en La sonata de Kreutzer de no haber sido por la pieza homónima de Beethoven. Curiosamente, dicha sonata -cuyo violín, de gran complejidad interpretativa, tiene vital importancia en el argumento de la novela- llevaba el nombre de otro músico en un principio. Tras un encontronazo de éste con Beethoven, al que no le gustó un comentario que hizo sobre una amiga suya, fue reasignada a Kreutzer, considerado por entonces como el mejor violinista del mundo que, ¡ingrato!, nunca llegó a interpretarla.

Resulta difícil imaginar un libro como Rayuela sin referencias al jazz o un relato como El perseguidor sin la sombra de Charlie Parker planeando sobre su personaje principal. El propio Cortázar reconoció que su devoción por el jazz no sólo influyo en el contenido de sus obras sino también en su estilo, otorgando a sus relatos un marcado sentido del ritmo y, a su famosa novela, su característica libertad formal propensa a la improvisación.

El jazz es también fundamental en La espuma de los días de Boris Vian, como lo es el rock and roll en muchos de los libros de Nick Hornby, especialmente en Alta fidelidad. La novela del cubano Alejo Carpentier La consagración de la primavera no hubiese sido la misma sin el ballet de Stravinsky, ni La naranja mecánica (tanto el libro de Burguess como la película de Kubrick) sin Ludwig Van.

El arte pictórico ofrece también un puñado de vínculos interesantes. El músico catalán Enrique Granados se inspiró en los cartones para tapices de Goya para componer su ópera Goyescas, y lo propio hizo Antonio Buero Vallejo con Velázquez para dar vida a su obra de teatro Las meninas, en torno a la figura del pintor sevillano.

Remontándonos a tiempos más recientes, la escritora norteamericana Tracy Chevalier imaginó en su novela La joven de la perla las circunstancias en las que el famoso cuadro del holandés Vermeer fue concebido, y las proyectó en el cine. El escritor Emile Zola, padre del naturalismo francés, se inspiró en su amigo de la infancia, Paul Cézzane, para dar vida al pintor fracasado y protagonista de su novela La obra, a lo que muchos han atribuido la causa del final de su amistad.

La Gioconda dio nombre a una ópera del compositor italiano Ponchielli, y ha servido como punto de partida para un puñado de novelas de bolsillo de títulos previsibles en los que se hace referencia a su sonrisa o sus secretos. Su robo, llevado a cabo en 1911 por un trabajador del Louvre, ha dado pie a libros y a películas, y es que ni inventado el suceso podría haber sido más novelesco: la Mona Lisa apareció en la misma ciudad en que Da Vinci le dio vida, Florencia. Tras dos años de investigaciones infructuosas (el autor intelectual jamás fue descubierto) la policía llegó a sospechar del mismísimo Pablo Picasso. ¿Cómo resistirse a semejante historia?

Más allá de la información contenida en nuestros genes, las personas somos lo que vemos, lo que oímos y el entorno en que vivimos. Nuestro arte es también así: dinámico, libre y moldeable. Abramos bien los ojos, aparquemos nuestros móviles, miremos a nuestro alrededor. En cualquier momento podemos ver algo que nos inspire o nos convierta en fuente de inspiración.

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