Le vi enloquecer poco a poco: como una soleada mañana de otoño que va apagándose a medida que avanza el día, su mente pareció también irse nublando de absurdos pensamientos y realidades distorsionadas.

Empezó por llevarse el ordenador a la mesa. Decía que esperaba un importante email de trabajo que requería de inmediata respuesta y, entre cucharada y cucharada de sopa de fideos, clickaba el ratón compulsivamente para ver si le había llegado algún nuevo correo. Dejó de hacer la siesta porque tenía que estar pendiente de si alguien le hablaba por el skype y, para ir a la oficina, cambió el coche por el autobús porque mientras conducía no podía  montar grupos en el whasapp, ni actualizar su estado en el facebook, ni jugar a construir palabras o a coleccionar animales de granja virtuales.

Durante la jornada laboral seguía conectado, por supuesto, porque todo su trabajo consistía en intercambiar información, en localizar a gente y estar localizable, en chatear con uno y en discrepar con aquél, conversaciones muy intensas y de gran repercusión, vitales para el buen funcionamiento de la compañía, pero siempre ciegas, a través de las redes informáticas, sin llegar jamás a conocer el rostro y a veces ni siquiera la voz de su interlocutor.

Dejamos de ir al cine porque se bajaba todas las películas de internet, también de ir a conciertos porque, según él, los podía ver por youtube. Se empeñó en comprar todo por e-bay, incluso la comida, a pesar de que teníamos un supermercado a la vuelta de la esquina. Se quedaba hasta altas horas de la madrugada viendo absurdos videos y mantiendo conversaciones con extraños y, cuando conseguía dormirse, entre sueños, le escuchaba removerse inquieto abrazado a su mac balbuceando los anuncios del Spotify.

Por supuesto, dejó de leer, llegando incluso a olvidar lo que era un libro. «Pero no lo entiendo, ¿dónde se enchufa?» me preguntó  desconcertado mientras le daba la vuelta al que yo sostenía entre las manos, buscando una entrada para la electricidad.«¿Y esas letras, de dónde salen? Que fuente más curiosa tienen, son como una Arial Sans Serif con una leve tendencia a Verdana», añadió impresionado. «Nunca había visto una de esas».

Pasado un tiempo, cuando ya le habían ingresado, sus compañeros de oficina me explicaron que en ocasiones le veían sudoroso y pálido, enfrente del ordenador, con los dedos temblorosos sobre el ratón, apretando entre espasmos el botón de enviar y recibir al borde de un colapso nervioso.

El detonante de su enajenación tuvo lugar una fría mañana a la hora del desayuno. Se estaba llevando una tostada a la boca mientras  manejaba el ratón con la otra mano, cuando un mal gesto hizo que se le volcará el café sobre el teclado. Un sordo chispazo apagó la pantalla y, tras un zumbido, se desbarató todo el sistema operativo.

Me acerqué a ayudarle pero él no reaccionó. Por unos segundos pareció quedarse paralizado, su boca entreabierta contraída en una mueca de incredulidad. Luego alzó la mirada y su aterrorizado semblante quedó al descubierto: su rostro estaba pálido como el papel, sus ojos, desorbitados, parecieron vaciarse tras una pátina cristalina de pánico absoluto. Jamás en los 6 años que llevábamos de matrimonio le había visto tan conmocionado, ni siquiera cuando nos atracaron a punta de navaja en nuestro viaje a Nueva York, ni cuando el pitbull del vecino se escapó de su caseta y le persiguió por todo el barrio hasta comerse sus pantalones. Se levantó bruscamente de su asiento, profirió un graznido desconsolado y se puso a dar vueltas por la cocina articulando ininteligibles murmullos con la mandíbula desencajada. Finalmente, empezó a darse cabezazos contra la pared hasta perder el conocimiento y desplomarse en el suelo.

A partir de ese momento su deterioro se aceleró. Estaba convencido de que había un virus informático en su cabeza y de que todo a su alrededor era un software infectado.

“Veo que el virus no ha dañado tu pixelado” me dijo una madrugada en vela mientras me acariciaba el rostro con la  mirada extraviada “sigues teniendo una muy buena definición”

Los médicos le diagnosticaron un Transtorno de Paranoya Informática Severa y le recetaron unas pastillas de color rosa. Él las tomaba con resignación, creyendo que le ayudarían a limpiar su sistema operativo como si de un antivirus se tratara. Así, entre batas blancas y visitas de especialistas, los días se fueron sucediendo en el hospital bajo la sombra de su perturbada mirada.

Pasado un tiempo el tratamiento empezó a hacer efecto: su delirio informático pareció irse diluyendo hasta que un feliz día volvió a llamarme por mi nombre y los médicos decidieron darle el alta.

Volvimos a casa cogidos de la mano bajo el sol de una primavera que se prometía cálida y gentil. Pronto la normalidad se apoderó de nuevo de nuestras vidas: él cambió de trabajo y empezó a en una fábrica, alejado de ordenadores tal y como nos había recomendado el médico. Yo me reincorporé en la oficina y, poco a poco, el oscuro episodio fue quedando olvidado, arrinconado por el tenaz empezo del que no quiere mirar atrás.

El día en el que se cumplieron tres meses desde su regreso decidimos vestirnos de gala y celebrarlo con una cena por todo lo alto en un lujoso restaurante. Tras dejarnos servir por un elegante camarero, él alzó su copa y, con su verde mirada brillante y feliz, propuso un brindis:

“Por nosotros. Por una larga vida de salud y felicidad”

Yo sonreí, bebí de aquel vino delicioso y dejé perder mi mirada en la noche sintiéndome fuerte y afortunada. Entonces, añadió:

“Y por el ingeniero que supo configurarme tras el accidente. Hay veces en las que no hay más remedio que resetear y reiniciar de nuevo”.

Casi se me cae la copa al escuchar aquello. Forcé una sonrisa y le miré con la esperanza de que estuviera bromeando. Pero él no me devolvió la mirada. Por el contrario, se limitó a fijarla en su plato mientras con gestos mecánicos, cortaba la carne en diminutos pedazos.