Relatos

Un día cualquiera

El joven andaba apesadumbrado por las calles de su ciudad. Sus manos en los bolsillos, sus ojos llorosos clavados en el suelo mientras el viento se colaba por su bufanda de cuadros marrones.

─Me siento triste ─dijo tras chutar distraído una lata de refresco que ensuciaba la acera.

Una feliz paloma que revoloteaba en una fuente cercana le escuchó.

─¿Y eso?

El joven se encogió de hombros.

─No lo sé─ repuso─, será el invierno.

Prosiguió calle abajo, a paso ligero, sus sucias deportivas apenas rozaban la calle asfaltada. Detrás de él se quedó la paloma, reflexiva y gris como la niebla que difuminaba el día.

─¿Por qué crees que un joven fuerte y sano como él se sentirá triste? ─le preguntó a su prometida que, en aquellos momentos, sumergía cautelosamente sus patas en el agua de la fuente.

─Ni idea ─le contestó ella sin prestarle demasiada atención, concentrada en

mantener el equilibrio─. Será la vida. ─El contacto con el agua le hizo estremecer ─¡Tienes que probar esto! ─le dijo con los ojos brillantes de excitación─. ¡Es maravilloso! El agua está tan limpia, tan fría… la lluvia matinal ha convertido la sucia fuente en un estanque transparente y purificador. ¡Vamos a bañarnos!
 ─¿Estás loca? ─le reprochó, a pesar de que una de las cosas que más le gustaban de ella era su impulsivo carácter y su desconcertante espontaneidad─ ¡Cogeremos una pulmonía!
Pero ella ya no le escuchaba. De un grácil salto se había zambullido en el agua y ahora chapoteaba con alegría. Sus plumas despeinadas se movían al ritmo de su eufórico aleteo mientras su prometido, en el borde de la fuente, la contemplaba con una expresión entre preocupada y divertida. Supo que no le quedaba más remedio que bañarse también, pues estaba enamorado de ella y no quería parecer un aburrido.

─¡Pulmonía, allá vamos! ─gritó antes de lanzarse al agua. Del impacto salpicó a un pobre saltamontes que paseaba despistado por el borde de la fuente y que estuvo a punto de morir ahogado. Finalmente, la corriente se apiadó de él y decidió devolverle a la superficie.

Los pájaros del vecindario contemplaban a la pareja con una sonrisa desconcertada. Entre ellos se encontraba una pareja de ancianos gorriones a los que aquella imagen hizo recordar esos tiempos lejanos, aunque no tanto, en que también ellos se habían sentido alocados e invencibles. Ella miró a su marido con una sonrisa nostálgica, él, adivinando sus pensamientos, asintió con ternura y la asió fuerte de la pata.

Mientras tanto, el joven había seguido su camino hasta llegar a la zona más ruidosa y concurrida de la ciudad. La gente andaba apresuradamente con sus miradas fijas en el suelo y sus cabezas llenas de pensamientos estresantes, los coches forzaban adelantamientos prohibidos y se peleaban por un sitio en el que aparcar.

─Me siento triste ─repitió el joven, confiando en que el estruendo urbano ensordeciera sus pensamientos.

Pero el viento andaba aquella mañana algo aburrido y decidió ponerse a jugar con sus palabras: las hizo brincar a soplos desacompasados, las arrastró a través de la espesa niebla y las estampó, finalmente, contra el cristal de un coche detenido en un embotellamiento.

─¿Por qué? ─se interesó entonces el cristal.

“¿Es que aquí nadie tiene vida privada que todos se interesan por la de los demás?”, pensó el joven. Sin embargo, como el tono del cristal era afable y además, le resultaba familiar, decidió contestarle:

─No lo sé, será la civilización ─dijo sin pensar demasiado justo antes de cruzar el paso de peatones a toda prisa y alejarse sin ni siquiera despedirse.

El cristal del coche se empañó del disgusto. Conocía muy bien a aquel joven, desde hacía muchos años, desde los tiempos en los que no era más que un niño con bermudas y costras en las rodillas que se le acercaba en los calurosos atardeceres de verano para dibujar con los dedos en su polvorienta superficie. Dibujaba flores, casas con chimenea, notas musicales. Y luego, corría contento hacía su casa porque había llegado ya la hora de merendar. Ya nadie había vuelto a dibujarle flores desde entonces.

─Parecía realmente triste─ se dijo, preocupado.

En aquel momento los parabrisas se accionaron de golpe y un agradable sobresalto le hizo olvidar la tristeza del joven. Le encantaba el suave rozar de las varillas en su rostro, especialmente ahora que habían instalado aquel nuevo parabrisas acolchado y dulce que siempre le sonreía y le daba conversación. Qué diferencia con aquel antiguo parabrisas, siempre tan áspero y antipático, refunfuñando en los días de lluvia. Nunca se lo había reconocido a nadie, pero lo cierto era que aquella noche en que unos gamberros se habían empeñado en arrancarlo, tiempo atrás, no había hecho nada por evitarlo. Todavía, a veces, cuando pensaba en ello, se sentía algo culpable, pues era un cristal de nobles sentimientos y nunca hasta entonces se había alegrado por la desgracia ajena.

─¿Por qué crees que estará tan triste? ─le preguntó el parabrisas. Lo hizo tan sólo para poder entablar conversación ya que, en realidad, ni siquiera conocía al joven. Las varillas le temblaban de los nervios. Estaba secretamente enamorado del cristal y llevaba semanas esperando un lluvioso embotellamiento como aquél para poder charlar con él y conquistarle con sus gráciles andares.

─No lo sé ─le contestó el cristal, de nuevo algo turbado ante el recuerdo de aquella triste expresión─. Será la rutina ─añadió mientras las suaves caricias del parabrisas le limpiaban la cara y, poco a poco, lograban desempañar su inquietud.

Mientras el parabrisas desplegaba sus encantos, el joven continuó esquivando charcos y andando a zancadas melancólicas. Se detuvo enfrente del supermercado. Por un momento dudó, como si no estuviera seguro de si entrar o de si, por el contrario, seguir con su marcha y pasar de largo. Finalmente se decidió a entrar, todavía no había desayunado y pensó que algo de comer le sentaría bien. Intentó abrirse paso hacia la panadería pero no fue capaz de avanzar: aquél era el día en el que los socios del supermercado tenían descuento y los clientes se amontonaban en los pasillos peleándose por sus detergentes y yogures favoritos sin preocuparse por los jóvenes tristes que sólo querían llegar a la zona de la panadería para tomarse una caña de chocolate. Cuando pareció que, por fin, encontraba un hueco en el que escurrirse, un repleto carrito de la compra arrastrado por una mujer muy gorda se plantó enfrente de él y atropelló su intento. Aquello le deprimió todavía más.

─Qué triste me siento ─no pudo evitar murmurar de nuevo.

─Espero que no sea por mi culpa ─le dijo el carrito al darse cuenta de que le impedía el paso─. Me apartaría, pero esta señora me ha llenado hasta los topes y no puedo moverme. Sin embargo, estoy contento, porque sé que esta mujer no podrá cargar con todas sus bolsas y tendrá que llevarme consigo hasta su casa. Entonces me aparcará enfrente de su garaje, al aire libre, lejos de este antro ruidoso y vulgar, bajo las luces nocturnas de la ciudad. No es la primera vez que lo hace ─explicó─, una vez le llamaron la atención, pero es una mujer muy agresiva y siempre se sale con la suya. ─Su voz era alegre y desprendía un contagioso optimismo, pero el joven no le prestaba ninguna atención. Estaba triste, y cuando se sentía triste, no tenía ganas de escuchar a entusiastas carritos de la compra. El carrito, sin embargo, continuó, con ganas de charlar y exteriorizar su buen humor─. Luego me devolverán, por supuesto, siempre hay algún ciudadano asquerosamente responsable que se digna a traerme de nuevo. Pero da igual, este fin de semana lo tengo libre. ¿Qué planes tienes tú para el fin de semana? ─se interesó.

Pero el joven se había marchado ya, porque de pronto ya no tenía hambre ni le apetecía estar en aquel lugar.

─¿Por qué crees que se sentirá tan triste? ─le preguntó al carrito la nevera de los congelados, que había presenciado toda la conversación y se había quedado algo desconcertada con su repentina marcha.

─Pues no lo sé ─repuso él haciendo el movimiento que hacían los carritos de la compra cuando querían encogerse de hombros─. Será el consumismo ─añadió sin darle demasiada importancia, pues él mismo era muy inestable y había aprendido a no concederle mucha credibilidad a sus propios sentimientos.

Mientras tanto, el joven había continuado andando sin rumbo fijo y se sorprendió de repente en el límite de la ciudad, en el lugar en el que el suelo desaparecía y el agua negra del mar arrastraba reflejos y desdibujaba las sombras de las personas que se asomaban a contemplarla.

─Me siento muy triste ─repitió el joven una vez más.

─¿Cómo es eso? ─le preguntó su sombra.

─No lo sé ─le contestó─. Será la vida.─ Sin pensarlo demasiado se lanzó al agua y entonces, mientras se fundía en la niebla y el lánguido arrastrar de la corriente limpiaba sus lágrimas, supo que aquel sería el último día triste de su vida, ya que no sabía nadar. Desolada, su sombra se perdió con él, resignada, en silencio.

Al día siguiente brilló el sol pero la ciudad amaneció entristecida. “Era tan joven” “Tenía toda una vida por delante”, comentaban los transeúntes en los bares mientras le echaban azúcar al café. “Oiga, por favor, ¿le importaría calentarme la leche?” añadían después los que les gustaba tomar el café con la leche caliente.

Fueron muchos los que se acercaron al puerto: algunos por pura morbosidad, otros en señal de condolencia. Allí coincidieron todos: la pareja de palomas, los viejos gorriones, el coche con su cristal y su parabrisas, el carrito de la compra, la nevera de los congelados. Se sentaron frente al mar y por un momento se quedaron todos en silencio, con la mirada perdida en su densa profundidad. Entonces, a pesar de que el viento era cálido y gentil, sintieron frío y no pudieron moverse, sobrecogidos ante la inmensidad del horizonte, hipnotizados con la oscuridad del infinito, impregnándose, tal vez, de la misma tristeza que había ahogado al joven el día anterior.

Poco después levantaron la vista y decidieron alejarse de aquel lugar. Se pusieron a andar hacia el centro de la ciudad y volvieron a sentir los rayos del sol en sus rostros, la brisa en sus cabellos, miraron hacia arriba y de nuevo se dieron cuenta de que las nubes eran rosáceas como el algodón de azúcar de las ferias. Pasaron el día juntos, bajo el cielo, y cuando el viento empezó a enfriarse en la noche que se abría paso, decidieron separarse e irse a descansar.

─La tristeza es uno de los grandes misterios de este mundo ─comentó la paloma con aire filosófico en el momento de despedirse.

─Cierto, muy cierto─ asintió el parabrisas. Qué bien habla esta paloma, se dijo, se nota que ha ido a la universidad.

─Si uno se para a pensar, siempre puede encontrar motivos por los que entristecerse─ repuso el abuelo gorrión, con la sabiduría que le habían otorgado los años.

─¿Pues será cuestión de no pararse a pensar demasiado, no? ─dijo el carrito de la compra, al que nadie solía prestar demasiada atención─ ¡Hasta luego! ─les gritó entonces─. ¡Me voy a dar una vuelta antes de que me devuelvan al supermercado!─ Se dio un fuerte impulso y salió disparado calle abajo con sus ruedas recién engrasadas. ─¡Abran paso! ─le oyeron chillar a lo lejos justo antes de escuchar el sonoro estruendo de un choque. Por un momento se preocuparon por él. Luego, sus lejanas carcajadas en la noche les hicieron sonreír.

─¿Oíste el escándalo que montaron unos borrachos anoche? ─le preguntó la del cuarto a su vecina del tercero mientras hacía la colada─. Se dedicaron a arrastrar un carrito de la compra por todo el vecindario.

─Sí, sí que les oí, qué barbaridad─ asintió la otra mientras colgaba el pijama a rallas de su marido─. Si es que desde luego, la juventud de hoy en día sólo piensa en divertirse.

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