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A propósito de nada

Leer esta biografía es como sentarse con Woody Allen unas cuantas horas a escuchar la historia de su vida. Es como si le estuviera hablando a uno con su particular cadencia atropellada, saltando a trompicones de un tema a otro a medida que estos transitan por su mente. El pobre intenta seguir un orden, trae una pauta con diferentes puntos a tratar, un esqueleto cronológico a través del que va hilando los diferentes capítulos de su existencia, pero de pronto se cruza un caprichoso pensamiento y una nueva anécdota sale a relucir: ya sea sobre el mobiliario de su jardín o sobre el repentino desapego de Diane Keaton hacia un determinado tipo de moluscos.

Transmite una sensación de gran cercanía y sinceridad, se nota que no se ha preocupado en exceso en revisar y perfeccionar sino que ha escrito tal y como le sale de dentro (lo que supone que, a veces, suelte algún que otro comentario fuera de lugar, que los suelta). Imagino que lo ha hecho del tirón tal y como, él mismo explica, dirige sus películas:

 

“A estas alturas probablemente hayáis adivinado que como cineasta soy un imperfeccionista. No tengo paciencia para rodar escenas una y otra vez con el objetivo de contar con planos adicionales captados desde diversos ángulos, por valiosos que sean luego a la hora de realizar el montaje. A mí me gusta rodar una escena, pasar a la siguiente, terminar y salir pitando. Quiero ir a casa, acariciar a Soon-Yi, mecer a las niñas, cenar y ver el partido».

 

Pero a pesar de las constantes digresiones, Allen empieza por el principio. Nos habla de su familia: su padre cariñoso a la vez que derrochador e inconsciente que se gana la vida trampeando con fraudes y negocios de poca monta. Su madre estricta, arisca, inteligente, responsable, la que lleva el peso de la casa pero acaba siendo siempre la mala de la historia ante los ojos de sus hijos. Su prima Rita, que lo introduce en el cine, y las constantes peleas de sus padres. 

Sorprende el ambiente sencillo,  alejado de toda intelectualidad, de la casa en la que se crió, tan diferente a esas familias de filósofos, directores de orquesta y escritores a las que nos tiene acostumbrados en sus películas. 

 

“Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que mis padres jamás vieron ninguna obra de teatro ni visitaron ninguna galería de arte ni leyeron ningún libro”.

 

Él mismo se encarga de, a lo largo de varias páginas, desmontar el mito de su supuesta erudición listando películas que no ha visto y libros que no ha leído, y haciendo gran énfasis en su condición de cateto que solo empezó a formarse para ligar con las chicas guapas y bohemias de las que siempre acababa enamorado.

Tras una infancia de holgazán de la clase y aspirante a mago, el joven Woody empieza a despuntar por su precoz talento cómico. Así, ya en la escuela secundaria empieza a ganar dinero escribiendo chistes, y poco a poco se va haciendo un hueco en la escena de los “graciosillos de Broadway”. Desde allí se consolidaría como guionista, para reconvertirse luego en monologuista y más tarde director de cine. Todo parecía ir bien, pero las ansiedades y neurosis que caracterizarían su personaje y su persona empezaban a surgir.

 

“Ver un loquero no me parecía la peor de las ideas (…)  No era feliz; era un tipo melancólico temeroso, y estaba lleno de furia, y no me preguntéis por qué. Tal vez lo llevaba en la sangre o  tal vez se trataba de un estado mental que se había desencadenado cuando caí en la cuenta de que las películas de Fred Astaire no eran documentales”.

En paralelo a su incursión y consolidación en la industria cinematográfica se nos da cuenta de su vida amorosa: su matrimonio adolescente con Harlene Rosen, por entonces estudiante de filosofía, su posterior matrimonio con la actriz Louisse Lasser, su noviazgo con Diane Keaton (previo a convertirse ella en una de sus musas cinematográficas) y, por supuesto, su larga relación con Mia Farrow.

Como no podía ser de otra manera, Farrow tiene gran peso en ciertos capítulos, tanto por haber desempeñado un importante papel en su filmografía (protagonizando 13 películas en los 13 años que estuvieron juntos) como por ser la instigadora de esa demanda de acoso sexual que, aunque desestimada judicialmente en su día, puso al cineasta en el punto de mira más de veinte años después. Aspectos interesantes sobre este suceso ven la luz a raíz de esta biografía, en los que no voy a incidir ahora para no caer en el sensacionalismo, pero que desmienten la acusación y, como ya hizo otro de los hijos adoptivos de Farrow,  ponen el foco en los antecedentes de abuso y maltrato en el clan Farrow (suicidios y condenas de prisión de por medio).

Por supuesto, otras varias páginas están dedicadas a la sonadísima relación amorosa con Soon-Yi Previn, hija adoptiva de Farrow, con la que lleva casado veinte años y a la que está dedicado este libro.

Pero por mucho que satisfaga nuestras inquietudes morbosas todos estos jugosos dramas de alcoba, es en los capítulos sobre películas en los que el lector cinéfilo se lo pasa en grande. Y es que las páginas de esta biografía desgranan una a una las piezas de su extensa filmografía: sus rodajes, sus castings, sus anécdotas entre bambalinas…

Es en ellas en las que palpita el alma de Allen y uno encuentra los temas recurrentes de su imaginario: sus fobias, su apego urbanita, su obsesión con la muerte, su agridulce romanticismo.

Resulta chocante la dureza con la que el cineasta se refiere a sus propios talentos como director, esa especie de escepticismo patológico hacia su propia obra que expresa de manera locuaz y muy cómica. A mí personalmente me parece muy curioso ese carácter suyo que por un lado es tan inseguro (ese aspecto da lugar a varios hilarantes episodios en el libro, desde balbuceos absurdos frente a sus ídolos, hasta intentos de escapar por una ventana en un evento social para evitar salir por la puerta y estar expuesto a todas las miradas) y por el otro tan fuerte y autosuficiente como para no dejarse influir por críticas y rechazar galardones. Encuentro que uno tiene que estar muy seguro de sí mismo para no caer en la tentación de ver su ego agasajado de esa manera.

A medida que se avanza en la  lectura y se va conociendo su pasado, resulta divertido reconocer los aspectos de su vida personal que han saltado a la gran pantalla. Su amor por la magia (Magia a la luz de la luna, Scoop, La maldición del escorpión de Jade…), su predilección hacia los vividores y trapisondas de poca monta (Broadway Danny Rose, Granujas de Medio pelo, Toma el dinero y corre…), los rasgos de la personalidad de Diane Keaton y de la relación que mantuvo con ella (Annie Hall) o por supuesto, su melomanía y su amor hacia la ciudad de Nueva York.

La película que, en mi opinión, mejor plasma su esencia es La rosa púrpura del Cairo: la historia de esa ingenua joven de vida vacua que se evade yendo al cine y se enamora del actor que salta de la pantalla, que decide apostar por la realidad antes que por la fantasía para, abandonada, sumergirse finalmente en la oscuridad de una sala de proyección. Un drama disfrazado de comedia con el que digerir mejor (o no) los desengaños de la vida.

Pero a nivel personal, si me tuviera que quedar con una, sería con Misterioso asesinato en Manhattan: el combo Allen-Keaton en todo su esplendor, una comedia de asesinatos, cadáveres en el ascensor y enredos surrealistas. Una de esas películas que nunca me canso de ver. Porque sí, la vida está llena de desengaños y siempre acaba con la broma final de la muerte, un chiste de dudoso gusto del que nadie se libra. Pero mientras vivamos mejor hacerlo con pelis como esa, abrazando lo absurdo a carcajada limpia.

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